Un cuarto de siglo

Cuando somos niños y durante nuestra etapa de crecimiento, nos encanta imaginar cómo seremos de mayores. Soñamos despiertos con esa persona que algún día nos gustaría llegar a ser y así vamos eligiendo aquello que queremos que forme parte de nuestra vida.

Al llegar a la edad adulta, este hábito de visualizarnos en un futuro se atenúa porque el ritmo de nuestro día a día nos obliga a centrar nuestra atención en quiénes somos hoy y deja poco margen para pararnos a pensar en quienes seremos mañana.

Crecer, supone dejar atrás muchas cosas para dejar paso a muchas tantas otras que definen nuestra identidad. Al mismo tiempo que hay cosas que permanecen en nosotros para siempre sin importar cuan mayores nos hagamos o cuánto cambiemos.

Y es que somos quienes somos y eso es una realidad que no podemos negar, en cambio, sí podemos elegir cómo somos, y está en nosotros el decidir cómo queremos ser frente a rendirnos al “yo soy así y eso es algo que no puedo cambiar”.

Nadie dijo que fuera fácil, de hecho, requiere tiempo, paciencia, sacrificios, esfuerzo, … el llegar a ser esa persona que soñamos ser. Pero no es imposible, y el intentarlo, además nos aporta alegrías y aprendizajes que nos convierten en la mejor versión de nosotros mismos.

Continuamente estamos cambiando, hoy no somos la misma persona que éramos hace diez o cinco años, ni siquiera somos los mismos que el año anterior, y eso es lo mejor de envejecer, que cada año cumplido signifique una oportunidad para incorporar novedades a todos los aspectos de nuestra vida.

Hacerse mayor implica conocerse, valorarse, quererse, y aceptarse a uno mismo. Darnos lo mejor a nosotros mismos para poder compartir lo que somos con los demás.

Pero si hay algo que nos puede aportar verdadera satisfacción es que, hoy, al mirarnos al espejo veamos en la realidad con nuestros propios ojos a esa persona que de niños tantas veces vimos en nuestra mente con la imaginación.